miércoles, 25 de septiembre de 2013

Volver


“Me voy nueve días” NUEVE, cling! 9 9 9  Jackpot de neón en sus ojos. “¿Dónde vas?” La educación es lo primero. “A España”.  Veo la envidia mala en su sonrisa forzada, la intenta camuflar con un malintencionado “Ah, vas a casa”. Qué puta es la jodida. Me justifico, “No, bueno sí, pero primero vamos unos días a Madrid”. No cuela. Madrid no es suficientemente atractivo para un inglés. “Vas a ver la familia, no?” Puta, puta, puta. “Sí, pero unos días hacemos vacaciones románticas. Nunca he estado en Madrid”. Aprieto el estómago, no me sale la sonrisa. “Bueno, pásatelo bien!”. Desaparece apresurada, como dicta la costumbre. El small talk no permite nada más. Me deja con un ahogado “Gracias” a un receptor del pasado y un nudo seco en la garganta. No quiero volver.

En un parpadeo todo vuelve. La mare em pentina els cabells i me’ls estira ben fort en dues cues a banda i banda. Fem tard a escola. La ginesta altra vegada, la ginesta amb tanta olor. Miro amunt. Més amunt. Balmes en perspectiva, el Tibidabo s’alça en la noblesa. Barcelona puja al cel. Anem totes a l’Escala, hi arriba el tren. Em deixes els teus pantalons? Posa l'automàtic que ens fem una foto. Aquest cap de setmana toca amb el pare. Masella té 55cm, han obert Isards. Pugem a la tossa, la Cerdanya als meus peus. Jo vull una xocolata calenta i un entrepà de truita. El forum xiscla sota els altaveus, La casa azul comença en deu minuts. Hola, hola! Amb qui has vingut? Vull saber-ho tot de tu, ser part de la teva vida. La mercè del 2008; i la del 2009.  Pugem amb prou feines la Creueta del Coll, Narcís ens recull entre els seus braços de formigó. Ens enfilem pel darrere. Farigola, romaní i margarides. Un balancí abandonat entre els matolls. Empeny-me més fort, més amunt. Barcelona als meus peus. S’entrebanca un batec. I hi ha lluna plena en alta mar. El pare m’abraça per la panxa i m’ensenya les estrelles d’una nit d’estiu. El pilot automàtic ens condueix a Mallorca. Les veles onegen amb la brisa nocturna. Noto encara la cremor de la gola i el buit a la panxa. Demà ens esperen ensaimades i sobrassada de la bona per esmorzar. La mare torna del mercat carregada de croissantets de xocolata, donuts i mitges llunes. Amago els donuts entre els cigrons i les llenties. Olga, són per compartir!, crida la mare. No vull! Si els veu el tete, se’ls menjarà tots. Mon germà encèn el discman i mira per la finestra del cotxe; em descalço i recolzo el cap sobre la seva falda. Papa, quant queda? Poc. Dorm una estona. Corro rere seu per l’herba molla. La mare ens ha comprat aneguets per les vacances d’estiu. Tete, jo també vull agafar-los. Tu no pots, ets petita. Albert, deja a tu hermana jugar con los patitos. És l’àvia, que seu a la cadira i pren la fresca de la tarda. I amb la darrera claror d’Amigó, enllesteixo ràpidament els deures d’anglès i entro a classe. Trobo en Jere i la Irene a la taula del fons i no dubto ni un segon. Avui serà un bon dia. Que ve el teu xicot a buscar-te avui? Calla’t puta. I s’enrojola. Tanco els ulls i la pluja em frega els cabells. La pantalla del mòbil s’il·lumina i em poso a xisclar com una bleda. Ja el tinc. I m’aturo un segon i em cauen les llàgrimes sobre una Barcelona càlida. Sento com el cor se’m trenca en mil bocins i m’esgarrifo de pensar en el què he perdut. Torno cap a casa comptant els mesos que han passat. Desperto amb l’angoixa al coll i els ulls negats de plor. Les trobo a faltar. Enfonso el cap sota el coixí i escolto els seus riures. Som al pati de l’escola. Uns immensos ulls blaus em miren amb inocència i, aleshores, just aleshores, sento que m’acompanyaran fins al final de la meva vida. Obro els ulls i desperto en una tremolor freda enmig de la nit. Quan recupero l’aire, em tombo cap als ulls verds que fa estona que em miren amb angoixa. Marxem. És hora de fugir d’aquí. I escolto la veu del pare que em diu que fugir no solucionarà res. Però l’avió ja s’enlaira i la boira ja se’ns menja.   



martes, 20 de agosto de 2013

Una putilla en el gimnasio

Hace cosa de un mes la suerte se puso por fin de mi lado concediéndome un glorioso despido de ese gratificante trabajo de dependienta que tanto esfuerzo me había costado encontrar. Llegó así como de la nada, sin aviso previo. De echo, sin ni siquiera una mísera (y legal) notificación escrita. Cosas de ingleses, ya sabemos todos. Ese delicioso capítulo, sin embargo, lo dejo en reposo hasta el momento oportuno. Lo único relevante es que de un plumazo me cayeron una semana de vacaciones y un sueldo de finiquito. Que se dice pronto.  

Como muy astutamente entonan muchos guiones baratos de película de sábado tarde, cuando una puerta se cierra otra se abre. En mi caso, tuvo lugar un feliz y a la vez trágico desenlace. Se me cerraron las puertas al universo del bótox, las nannies y las conversaciones sobre silicona y se plantó por fin sobre la mesa el debate 'volvamos de una vez Zuriñe que estoy harta de tanta mariconada inglesa'. Por una vez en ocho meses, después de suplicarle, llorarle y gritarle a mi adorada mujer que volviésemos a mi preciosa ciudad natal, por fin se quedó sin argumentos para quedarnos e izó la bandera blanca. Volvíamos a casa, al fin! Dejamos de buscar piso en Londres (ese hobbie que ya habíamos adoptado como parte de nuestras vidas) y nos lanzamos a la caza de un piso en el idílico Eixample de nuestros días de juventud. Aunque con una sensación agridulce de pensar en el ansiado retorno y a la vez en las ilusiones perdidas, el recuerdo de las ultimas navidades, solas y recién llegadas a una ciudad que ya nos odiaba, podía con cualquier resto de duda. Hasta que a la muy bruja se le ocurrió mencionar EL tema. Oh, que calculado y malintencionado fue ese movimiento. El tema se resumió en cinco rotundas palabras: Si volvemos no hay perro. NO! Se me partió el alma en ese momento. Mi perro! Señor Pimms; Pimms para los amigos. Nuestro Westie blanco peludito y gordito. Un año antes, mi madre había flaqueado ante mis suplicas pero mi terminante marcha al lejano islote la aferraron a un no matriarcal. Si te vas no hay perro. Pero Suriñe nació prácticamente ayer y aunque no pare de darme largas, el perro ya era un hecho. It is happening my dear! 

Como una es orgullosa de mena, como dicen en mi tierra, lo arreglé por aquí y por allá y le solté: "Ya hemos pagado el alquiler de este mes. Si en este tiempo no encuentro nada, nos volvemos a casa". "Vale", me dijo. "Pero me tomo una semana de vacaciones", apunté. Hacía un tiempo que había estado trabajando intensamente siete días a la semana, con lo que mi bartola estaba más que justificada. Al tercer día me llamaron de una casa de post-produccion con la que había contactado hacía unas semanas para una entrevista de trabajo al día siguiente. A los dos días me cogieron. Allí se me cerró la puerta a mi repatriacion y miraculosamente se abrió la compuerta a la Media Industry, esa oportunidad que sólo los muy locos sueñan tener. Zuriñe se alegró por mí y yo me alegré por el perro. 

Sin embargo, mi puesto de runner (algo que en España no tendría cabida porque no hay dinero para pagar a alguien que te haga el café) venía acompañado de una camiseta con el eslogan de la empresa y un sueldo mínimo a cobrar el mes siguiente del mes trabajado. A fecha de hoy, viene además con un sinfín de turnos de noche y un 'taxi' con conductor privado después de las doce. Como cenicienta pero sin zapatos de brillantes. Una de cal y una de arena, lo que sea que signifique cada una de ellas. Una cosa si estaba clara, un hogar con dos sueldos mínimos iba a ser un manotazo en toda la cara. Si le añadimos el asfixiante sistema de fichar a la entrada y a la salida, eso se traduce en un hábito compulsivo de hacer horas extras por doquier. 


Todo apuntaba a que mi nuevo trabajo me iba a hacer sudar más que mi anterior vida de esclava. A las subidas y bajadas de mil tramos de escaleras, ahora le añadía correr por todo el West End (o Soho) cargada de bolsas de comida, cintas betacams y quién sabe qué más tesoros. En mi última visita a Barcelona mi madre me recibió con un "Pareces el espíritu de la golosina" y mi hermoso padre me soltó muy tiernamente: "Niña a ver si haces un poco de deporte que te estas quedando en los huesos y al final todo cae". En su momento le espeté alguna grosería merecida, pero al poco de volver a Londres empezó el verano de verdad, el de las camisetas de tirantes y las faldas cortas, y cómo toda mujer amplió mi tiempo de exposición delante del espejo. Con Suri por detrás como mosca cojonera - "te estás quedando en los huesos blablalíblablablá" y la abrumadora publicidad deportiva para focas inglesas, acabé cediendo como una ratilla asustada. Tengo que admitir que lo de comprarse una colchoneta y hacer pilates en casa duró mes y medio y lo de salir a correr lo que una tarde de sol en Londres. Y no es por ser paranoica, pero a la que una se despista el colgajo del brazo pasa a ser algo natural y cuando quieres tener hijos te dicen que hace años deberías haber empezado a trabajar el dichoso suelo pélvico. Lo cierto, vamos a ser francos, es que hacía meses - ocho exactamente - que echaba horrores de menos mi gimnasio. En mis buenos tiempos de hija adorada, mi padre me sustentaba los costes de mi querido DiR Diagonal, probablemente el sitio en el que durante años pasé más tiempo después de la universidad. Solía ir cada tarde, a eso de las siete, y asfixiar mi cuerpo a base de clases de Spinning, Step y Aerobic. Para desahogar todas esas tensiones que por ese entonces no tenía. 


Al empezar mi nuevo trabajo descubrí que la mitad de mis compañeros estaban apuntados a la moda barata del momento, el EasyGym, el último invento de la popular aerolínea low cost. En resumidas cuentas, 20 libras mensuales para un acceso ilimitado a una imperial sala de máquinas de última generación justo en el medio de Oxford Street. O, lo que viene a ser lo mismo, a cuatro calles de mi trabajo. Sin costes de inscripción ni permanencia alguna. En contexto Español puede parecer una oferta cualquiera, pero en términos ingleses es un big deal. En Londres, un gimnasio medio (osea cutre) cuesta 50 libras al mes, con una matrícula superior a la mensualidad y otros costes adicionales de risa.  


Entrar al EasyGym el primer día fue un molesto flashback a un vuelo con Ryanair. Salí de casa cargada con todo el instrumental, algo que en Barcelona se reducía a una taquilla con los esenciales, una toalla de cortesía y un cómodo equipaje de bolso con la ropa necesaria. Al llegar, la primera en toda la cara. El dichoso candado. 3.50 libras en la máquina de la entrada, un precio que no quise ni pude pagar por falta de líquido (lo mejor para ahorrar es no llevar suelto encima). Me volví a casa reorganizando el día y regresé al gimnasio tres horas más tarde con uno de los mil candados que tenemos por casa. El lugar era mucho más agradable y profesional de lo que me esperaba, aunque el vestuario me recordó a las duchas austeras de los baños termales franceses. Paredes de hormigón, unos cuantos bancos aquí y allí y taquillas amplias. Por no tener, la ducha no tenía ni presión. Por supuesto, nada de toallas, jabón, secamanos, secador, espejitos, fuente y demás mariconadas. En el segundo intento de mi primer día iba preparada para casi todo. Como no podía ser menos, me dejé las braguitas de recambio y llegaba justa de tiempo al trabajo. Pero que no cunda el pánico! Algo bueno tenía que tener un gimnasio en la calle comercial, no? Pues ni así. En Barcelona, sales y te compras unas bragas en el primer Women'secret, Oysho, Intimissimi, Punto Blanco, Sphera o lo que sea. Hasta al de los helados le podrías sacar unas bragas. Pero esta dichosa ciudad sólo entiende de comida. Existen mil cadenas de basura, pero algo tan esencial como la ropa interior lo esconden como pervertidos que son. Hasta la fecha sólo he visto una cadena de underwear y me da tanta vergüenza entrar en ese burdel de furcias y sedas de color fucsia que siempre miro hacio el otro lado cuando paso por delante. Acabé entrando de mala gana a Tezenis - una cadena italiana que en Barcelona es de básicos y en Londres de leopardos y puntillas - en la que pagué tres libras por algo que me sacase del paso. 

Sobreviví al primer día como también lo hice al segundo. Y éste ultimo tuvo más mérito. Me dejé nada más y nada menos que la toalla y toda mi ropa junta a duras penas llegaba al metro de tela. Estrenaba muy orgullosa unos micro shorts de licra que me costaron una pequeña fortuna en GAP y que conjunté con un top de mis días buenos y una camisetilla de tirantes de licra. El momento de pánico llegó a medio paseo en bici. Mierda, la toalla! El monigote del corazón se aceleró en la pantalla de la estática. Pero seré tonta! Justo ese día había salido de casa con la camiseta del trabajo puesta, así que nada de utilizar la ropa de calle como salvación. Me miré patéticamente el outfit. Allí había mas carne que tela negra. Te lo mereces por guarrilla, escuché dentro de mí. Tampoco podía no ducharme y, para mas inri, el pelo asqueroso que me se había quedado tenía que pasar por el chorro imperativamente. De perdidos al río, pensé. Me bajé de la bici, me subí a la cinta de correr mas aislada y me puse a glutear como una loca. Una vez roja y sudorosa, me dirigí al escueto vestuario en el que me esperaba de todo menos una toalla. A rastras por el pasillo, las máquinas naranjas de la compañía con sus tres filas de toallitas dobladas en tamaño sobre me lanzaron sendas carcajadas de burla. 

Como no podía ser de otro modo, el minúsculo cambiador, habitualmente vacío, estaba habitado por un par más de mujeres de cara seria. Mi vergüenza puede con dos inglesas, pensé antes de meterme en la ducha. Por si acaso, metí conmigo mi escaso metro de ropa. Una vez limpia, apagué el grifo y me encaré con mis únicas herramientas de auxilio. La voz pragmática de mi madre resonó en mi cabeza “La licra es un material super absorbente”. Allá vamos pues. Até el medio metro de pelo en lo alto de mi cabeza con una pinza que casualmente alguien se había dejado en la ducha y doblé la parte limpia de mis braguitas en forma de esponja con la que me sacudí todo el extra de agua como quien peina un caballo. La siguiente víctima fue la camisetilla de tirantes, hecha ahora un trapo con el que fui secando como buenamente pude mi metro sesenta y dos. Eres patética, me soltó mi cerebro. “Que te calles, los romanos lo hacían así y tan contentos”, le espeté. Ya casi estábamos. Tan sólo quedaba una ligera cada de humedad. Cogí con toda la pena de mi corazón mis shorts de GAP nuevos y los doblé en otro trapito, esta vez más grueso. Se notaba la calidad. Ni un túnel de lavado lo habría hecho mejor. El pelo lo dejo para cuando salga de la ducha, pensé. Y justo cerrar la puertecilla detrás de mí, me arrepentí de mi acto de valentía. Cinco mujeres se habían apelotonado en los dos metros de cambiador, todas ellas cubiertas con sus respectivas toallas. Fue un momento de pánico comparable al del miedo escénico, aunque esta vez, claro, era yo la que estaba literalmente desnuda ante el público. Abrí con cierto apuro mi taquilla y me cubrí rápidamente con el conjunto de ropa interior. “Cuando se vayan, saco los shorts y me seco el pelo”. Y ahí me quedé, sentada como una tonta en el banquito durante cinco minutos esperando a que las mujeres despejasen. Cuando me quedé sola, arranqué la pinza y me sacudí fuertemente el pelo con los pantaloncillos recién estrenados. Cinco minutos más tarde, salía por la puerta del gimnasio con toda la dignidad del mundo como si me acabase de lavar con jabón de Channel.

Cinco semanas después del reencuentro con mis viejas amigas las agujetas, vuelvo a acariciar la idea del pilates y los abdominales caseros. Por fortuna, nuestra última mudanza al San Ildefonso inglés descarta cualquier antojo de salir a correr por el barrio. 





viernes, 31 de mayo de 2013

Conversaciones con una dependienta. Primera parte.


"Ochenta y seis! El ochenta y seis! ¿Alguién el ochenta y seis? ¿Nadie? Biip. "Ochenta y siete!" "Aquí, aquí!" "Hola, en qué puedo ayudarla?" "¿Puede medirle el pie a mi hija?" "Sí claro, ven preciosa, siéntate aquí y quítate los zapatos, te ayudo?" "Gracias" "Aquí, encima de la tabla, deja el pie bien recto y no lo muevas. A ver...'' "Eh, Eh, tengo el ochenta y seis, se lo ha saltado, yo iba primero!" - me chilla una mujer con cara enfurecida. "He gritado el ochenta y seis un par de veces y nadie ha contestado" "Eso es mentira!" Otra histérica para la colección, pienso. "La atenderé cuando acabe con esta clienta"- digo mecánicamente con voz neutra, tengo que practicar la sonrisa condescendiente, apunto mentalmente. "Esto es estúpido, no ha dicho mi número, es impresionante" recula murmurando más para los otros que para si misma hacia el sofá en el que estaba inicialmente sumergida en su iPhone. En el mejor de los casos alguna de mis compañeras se encargará de la loca; en el peor cogerá todo su orgullo, hará una señal de perro a la pequeña que no entiende nada y se irá para volver veinte minutos más tarde, lo justo para cruzar un par de calles y recordar que para variar no tiene nada mejor que hacer.

Esta costumbre la comparten muchas de las hienas que habitan en el barrio donde trabajo y que  transitan cada día por mi departamento de zapatería infantil. Llegan, chillan un poco, se van - y vuelven. Entre el grupo de los malvados hay aquellos que te tienen seis viajes al almacén (un típico sótano viejo al final de unos veinte escalones) trajinando cajas arriba y abajo para luego soltar impasivos la sentencia final: "No tenéis nada, ponte los zapatos cariño que nos vamos a otra tienda" - dejándote con siete cajas de zapatos y una sonrisa torcida de estúpida en la cara.

En otros casos la sentencia es ligeramente más patética. Tras el tercer viaje, seis cajas, cuatro modelos y diez sentadillas, la madre arruga un poco el botox de la nariz, mira el precio en la tablilla informativa del zapato y dice: "Ui, son todos demasiado caros. ¿No tiene algo más barato? Al fin y al cabo en tres meses no le van a servir". Entonces respiro hondo, aprieto bien fuerte los cincuenta mil músculos del estómago y le muestro una variante de las Victoria de loneta barata (barata en tiempos de la peseta) de toda la vida. Las compra y se va tan contenta. Yo le dedico un insulto por cada caja que tengo que volver a su sitio. No es que me importe que compren zapatos caros o baratos pero me parece ridículo ir de compras al barrio de la élite londinense y quejarte de los precios. Maja, piénsatelo antes.
Sin embargo, hasta la fecha mis favoritos son los novicios. Llegan con cara de corderito asustado trajinando un cochecito demasiado cargado de cosas "por-si-acaso" y hablando flojito para no despertar al bebé que diez segundos antes han estado paseando entre los coches y patinetes enfurecidos de la calle (aquí por razones obvias no hay motos). Se paran justo al pie de la escalera y miran a su alrededor como quien espera que se le aparezca la virgen. Los más atrevidos se acercan a los primeros zapatos tamaño pitufo que ven y los observan medio embobados medio divertidos. Son un blanco demasiado fácil. "Necesitan ayuda?" "Bueno, sí, Manolito necesita sus primeros zapatos, si nos puede aconsejar sería brilliant (imposible traducir eso)". "Claro, ningún problema. Pero esos que están mirando son para más adelante. Los que necesita ahora son estos de aquí". Al enseñarles la cosa flácida de goma y de forma abultada sus caras se tuercen en una mueca y antes de que puedan siquiera resoplar ya he desenvainado el monólogo informativo reglamentario. Al terminar, la mayoría han caído ya bajo el efecto de las palabras mágicas "protección protegen protector" y demás similares y se dejan conducir dócilmente hacia el primer sillón libre en el que voy a proceder a venderles una cosa fea de goma por cincuenta euros que a los dos meses y medio no va a servirles de nada. Otros más obstinados se agarran a los zapatitos estilo Luis XVII y te increpan "¿Y qué pasa si lleva estos?", a lo que le sigue (en palabras muy bonitas) "Que tu hija saldrá deforme". Fin de la discusión. El marido claudica y la mujer toma las riendas.

Ante todo, siempre se deben vigilar las palabras que se escogen a la hora de hablar con determinados clientes. La gramática es otro detalle que aún a veces me deja tartamudeando. En resumidas cuentas, ellos son "the lady" y "the gentleman", así como "sir" "ma'am", y yo soy "she" y "you". Igualdad cero pero quién algo quiere (dinero) algo le cuesta (resignación). Antes de llegar a semejante conclusión tuve un par de incidentes gramaticales. El primero no lo causé yo pero mi noble alma de Robin Hood lo hizo estallar. Era cuando aún trabajaba en el centro comercial, un enorme complejo de ocio diseñado para extranjeros y garrulos por igual. Solíamos atraer la clientela del Este, esa raza que cuando les quitaron las delicias del capitalismo se llevaron consigo hasta la última letra de la educación occidental. Era el segundo día que esas dos mujeres de voluminosa presencia se aposentaban en el departamento de zapatos pidiendo cajas y retirándonos con ese delicioso gesto de la mano tan propio de las cortes medievales. Dejar cajas a solas con clientes era algo que iba totalmente en contra de las reglas de la tienda, pero a ver quién es la guapa que le discute a un vikingo. Al llegar a la caja, nos marearon a mi compañera y a mí mezlcando zapatos y tomando decisiones de última hora. "Estos al final sí?"- le pregunté a la pobre desconcertada que estaba a mi lado intentando seguir la caprichosa voluntad de las dos mujeres. "She is taking these ones instead" - de echo creo que ni siquiera llegó a terminar la frase; de repente escuchamos su voz enfurecida chillando "SHE?!!!" La miré con cara de "y a ti qué te pasa ahora?", pero de seguida se apuró a gritar el resto con mal contenida arrogancia "The lady! The lady!". Aún con el control de la situación mi compañera se disculpó y corrigió tranquilamente el desafortunado sujeto informal, pero la vikinga no se había quedado contenta. Diría que buscaba pelea pero más bien creo que era una bruja que quería humillar a un par de chiquillas al cargo de una tienda a las nueve de la noche. "Ai esa gramática, no hemos estudiado eh, no hemos estudiado..." Por poco le arranco la yugular. "Excuse me?" Le dije con toda la mala hostia de la que disponía en ese momento. "Podría poner una queja por eso", soltó la descarada. "Mi compañera ya se ha disculpado" le solté de mala manera, pues evidentemente la chica llevaba rato con la cabeza gacha y murmurando un sinfín de sorry's. "Puedo hacer que os despidan por eso". Por alguna extraña razón, evité el conflicto, le solté un enorme puta con la mirada y me fui de la caja dejando al cargo a una veterana. Todo lo que lloré y me indigné aquel día ahora resulta anecdótico pero en su momento fue una gran lección de cómo funciona este mundo.

Seis meses más tarde, en un día como hoy, una de esas tantas americanas todopoderosas me ha estado lanzando con desdén cajas y zapatos de 60 libras durante quince minutos en el mismo suelo en el que estaba agachada atándole los zapatos a su hijo de siete años. Después de marearme arriba y abajo con tallas y modelos, insinuando muy poco delicadamente que soy una inútil, se ha ido con ocho pares de zapatos pidiendo en la caja si le dábamos alguno gratis. Media hora más tarde, una niña de unos diez años me estaba contando como se le habían roto los anteriores zapatos practicando ya el tonillo agudo y arrastrado que se lleva entre la raza de labio arrugado de Chelsea. De poco me ha ido que no le pregunto por qué hablaba así. Suerte que hace un par de meses ya aprendí esa lección al cometer el error de reirme de un niños-señorito de siete años cuando me dijo con el mismo tonillo desganado que Sebastian en Retorno a Brideshead que necesitaba bambas para jugar a criquet. El mocoso me fulminó como quien castiga a un plebeyo por su mera ignorancia. Me lo había buscado. Había confundido el criquet (beisbol) con el croquet (golf). Sus hermanos de uniforme americana+pantalon de pinza me lanzaron sendas miradas de indiferencia. No valía la pena dar explicaciones a una dependienta. 

Sin duda, se tiene que tener mucha paciencia para aguantar diariamente a este zoo. 

sábado, 27 de abril de 2013

Anatomía de una ciudad: el Soho


Samuel Johnson dijo una vez que cuando estás cansado de Londres estás cansado de la vida, pues hay en Londres todo lo que la vida puede ofrecerte. Y si bien es cierto que el sol y la buena comida son lujos precarios, esta ciudad alberga todos y cada uno de nuestros deseos más recónditos.
En una ciudad con un flujo turístico constante y masificado durante los doce meses del año, parecería lo más obvio que el centro se encontrase conquistado por tropeles de turistas desorientados con sus respectivos mapas del revés, asustando así a los propios londinenses hacia otras aréas menos céntricas. Pero la realidad no puede ser más distinta. Más allá del furor fotográfico que despierta Picadilly Circus y sus míticos neones, el barrio del Soho se desenvuelve con facilidad acogiendo a la vez más ciudadanos que forasteros. Por mucho que los nuevos hipsters reivindiquen el lejano este de Shoreditch y Brick Lane como el nuevo centro vital y las clases altas no vean la necesidad de salir de Chelsea, a día de hoy no hay nada comparable al Soho.
Aunque sus inicios nunca fueron muy gloriosos, el Soho siempre se ha caracterizado por su atractivo cultural y alternativo. Lo que empezaron siendo unos campos salvajes pertenecientes a la corona, a mediados del siglo XVII fueron bastamente distribuídos entre un reducido grupo de nobles con pretensiones de hacer de esa enorme llanura un lugar de moda que estuviese al nivel de sus vecinos Bloomsbury, Marylebone y Mayfair. Muy a su pesar, el Soho nunca logró convertirse en hogar para la alta alcurnia, sino que atrajo primero a los hugonotes franceses - creando así lo que entonces se conocía como barrio francés - y más tarde, cuando ya no quedaban familias respetables en la zona, a prostitutas y artistas.
En mi opinión, lo que salvó al Soho de convertirse en una versión inglesa del bohemio y a la vez algo aíslado barrio de Montmartre parisino, fue el alcohol. En Londres, como en cualquier parte del globo, el alcohol atrae a las masas más que la miel a las moscas. Si a eso le añadimos el horario inglés y la perspectiva mediterránea, el Soho es el novamás. Con gente bebiendo desde primera hora de la mañana y borracheras a la hora de la merienda, el lugar podría fácilmente caer en la desgracia de convertirse en un habitual destino para alcohólicos. Por fortuna, el decoro británico - algo que nunca debemos perder de vista en este país - mantiene en un alegre orden las concurridas calles de este pequeño barrio nuclear.
Si bien es cierto que el Soho es caótico y desorganizado, su planta urbanística separa en cierto modo el ocio de la zona profesional. La larga Shafetsbury Avenue que conecta Picadilly Circus con la zona empresarial de Holborn sirve de meridiano entre ambas zonas. Al norte, con la agobiante Oxford Street como frontera, un entramado cuadricular de calles y plazas acogen cientos de empresas y pequeñas cafeterías. Entre las primeras, abundan productoras y casas de postproducción de cualquier tipo de medio audiovisual. La crème de la crème del cine y la televisión británica se edita en esta cuadrícula de fachadas aviejadas que esconden en sus sótanos las tecnologías más punteras. Mientras que algunas majors americanas como Paramount o Universal se alzan imperiosas en modernos edificios de cristal, otras más atrevidas como Warner Bros o 20th Century Fox se acomodan en el centro del meollo que envuelve Soho Square y alrededores. En el Soho hay lugar para todo y para todos los gustos.
Dejando de lado el par de clubs nocturnos y el ajetreo etílico de las calles paralelas a Shafetsbury Avenue, el norte del Soho es el destino perfecto para todo aquél amante de los cafés con encanto. Y es que si bien es cierto que la capital inglesa está inundada de cadenas de comida y bebida rápida - lejos queda el monopolio de Starbucks y los berrinches de las pequeños cafés - el público es tan numeroso y diverso que apenas existe competencia directa entre gigantes y locales. Por otro lado, dicha afluencia y extensión urbana facilita la creación de franquicias entre pequeñas cafeterías y restaurantes, por lo que es habitual encontrarse con una diminuta tetería en una esquina del Soho cuya hermana gemela se encuentra a seis paradas de metro bajo un escenario totalmente distinto. Ello, sin embargo, no quita el encanto ni a la primera ni a la segunda, sino que transmite una cierta sensación de familiaridad en una ciudad enorme que cada día se asemeja más a un campo de batalla. Asimismo, Berwick St, Wardour St, Dean St y la popular Brewer St son destinos seguros para encontrar un pequeño rincón donde sentarse a tomar un café y un pedazo de tarta.
Al sur de Shafetsbury se despliega primero Chinatown, una anécdota de cuatro calles y media y un par de libras para un dumpling, y seguidamente el desenfreno insómnico del West End. Si Broadway es la capital mundial de los musicales, el West End es su equivalente europeo. Con musicales míticos de más de veinte años y teatros para la pequeña y grande audiencia, no hay lugar artístico en Londres que pueda compararse a la telaraña de callejuelas laberínticas, grandes teatros antiguos y diminutas salas independientes que conforman el pulmón británico.
En la retaguardia de todo el jaleo, recogido tras una muralla de calles algo más tranquilas y comercios de más selecto bolsillo, se encuentra la plaza y mercado de Covent Garden. Lo que en su origen fuera el foro del asentamiento romano de Londinium, hoy en día conserva su fisonomía de plaza porticada centro de la vida de la urbe y, fiel a su función inicial, acoge cada día artistas, espectáculos, comercios y restaurantes varios. Covent Garden es el destino lógico e instintivo de cualquier paseo, el punto de encuentro de todo aquél que haya salido de la tediosa y cansina adolescencia británica y el lugar perfecto para ir en los días insípidos. También es, en muchos casos, el punto y a parte antes de un nuevo día.

miércoles, 3 de abril de 2013

El techo



En el inglés bárbaro se denomina como flathunting a la acción de buscar piso. Lo que puede parecer una exageración del lenguaje, una licencia poética de un idioma que no hace más que retorcerse y reconjugarse con el fin de parecer selecto, termina siendo en este caso un agudo eufemismo para esconder la feroz batalla campal que resulta buscar piso en Londres.

En una ciudad en la que el porcentaje de extranjeros duplica a la de nativos, la frontera entre la legalidad y el 'libre mercado' - o el libre albedrío - se encuentran en perfecta armonía. La legalidad no existe. O podríase decir que existe del mismo modo que existen los hombres en un típico hogar. 

De mi primera habitación en la capital aprendí que los indios no son de fiar. De mi segunda, que los coreanos tampoco. Y aunque la tercera aún no está confirmada  todo apunta a que los ingleses tampoco van a ser mucho mejor. 

Nada más aterrizar, Dídac nos acogió en su minúsculo piso de Dalston, al este de Londres. Un par de días parece ser la media de tiempo de cualquier inglés para encontrar habitación en la capital, aunque en nuestro caso fue el tiempo que tardamos en ser estafadas por un aparentemente simpático matrimonio indio. Tras visitar inmundos zulos, rastrear barrios de los que desconocíamos su grado de seguridad y acudir a un equivalente de fiesta de solterones desesperados pero en pisos - eventos de una noche en los que se junta gente que ofrece y busca habitación con post-its pegados al pecho publicitando sus encantos - Mrs J. apareció en nuestra ayuda. Nos encontrábamos refugiándonos de la lluvia en un porche de una calle de Kensington cuando el móbil sonó por enésima vez en aquel día. Esta vez la visita era en una de las mansiones (un término que pierde todo su carácter romantico cuando vives en Londres) del céntrico y práctico barrio de Bloomsbury. Fue allí dónde nos presentaron la arquitectura interior de los pisos compartidos: habitaciones + cocina + baño. Y es que lo que se conoce como living room es algo reservado para los ricos que pueden permitirse ese extra de espacio vital. A pesar del precio, ya bastante elevado, del anuncio, cualquiera de las habitaciones disponibles excedía nuestro utópico presupuesto de 600 libras mensuales por una habitación. La india, sin embargo, disponía de otro piso un poco más allá. Un poco más allá resultaron ser 4 o 5 paradas de bus; esta vez nada de mansiones sino una simple vivienda de lo que en España se conocería como protección oficial, sin por supuesto nada de living room. La broma nos salió por £850 al mes, el alquiler más barato y más corto hasta la fecha. En el piso patera vivíamos oficialmente siete supervivientes: un par de chiquillas italianas que se pasaban el día bebiendo café, durmiendo y cocinando pastel de patata; una pareja inglesa que nos daba las noches con su sexo duro y sus peleas alcohólicas y la alemana de la habitación de al lado cuyo contrato debía incluir una cláusula que le permitía convertir el piso en un hostal para media Alemania de viernes a lunes. Nuestro alquiler era el más bajo. 

A pesar de la privilegiada situación del piso - 15/20 minutos del mismísimo centro de Covent Garden -, cuando al cabo de un mes logramos encontrar un trabajo de jornada completa que sufragase la carísima vida londinense nuestro céntrico barrio se convirtió en un enjambre de calles lúgubres, solitarias y pobremente iluminadas, poco recomendable para el trabajador que llega a casa a las 11/12 de la noche cada día. Al cabo de un mes de carreras matinales para coger la ducha, guardias delante del baño, turnos para la cocina e infinitos desayunos y cenas en la cama de la habitación, decidimos salir de ese piso por patas. Por motivos diversos, dicha salida fue larga y tediosa. Al cabo de 25 días, nuestra amable landlady nos transfirió la fianza de vuelta, un mes más tarde de lo que nos había prometido y 3 días antes del plazo máximo que estipulaba el contrato. 

Como al fin y al cabo no nos habíamos ahogado pagando ₤850 por una habitacion de mierda y dado que yo había ya desarrollado un agudo miedo a la noche londinense, la siguiente habitación la encontramos en un barrio adinerado al oeste de la ciudad. Esta vez tiramos la casa por la ventana y subimos a 910. Siguiendo el patrón de no living room tuvimos la suerte de alquilar el propio living room! La primera noche en la parte alta supo a gloria, en parte debido al cansancio de un traslado de cuatro viajes de metrobus unido a la celebración de fin de año. 


A los dos días, sin embargo, surgieron algunos peros, de los cuales el que en un primer momento hizo que cundiese un pánico absoluto fue la ausencia de un cerrojo en la puerta. No es que el piso no tenga cerrojo, pues para entrar necesitas una llave, pero gires hacia donde gires la puerta sólo se abre. La segunda vuelta de seguridad no existe. Reticentes a los consejos de calma de nuestros compañeros de piso, nos obstinamos en guardar todos los objetos con la manzanita en lugares super secretos y nada previsibles hasta que dos semanas más tarde entendimos que en Maida Vale no existen cerrojos porque simplemente no existe el concepto de peligro. 

Aún así, la mansión es tan vieja como el propio término y su encanto termina cuando dejas de ver la fachada. La realidad no es mucho más distinta que aquella de un piso viejo del Eixample: ventanas que no cierran bien, corrientes de aire, baño mugriento, capas de pintura del siglo pasado y un sinfín de incordios vintage. A pesar de todo, sobrevivimos a las nieves de enero con un calentador y un extractor roto y unos compañeros de piso que tenían la tendencia de abrir todas las ventanas después de cada 
ducha y comida.

Ah, los compañeros de piso! A ellos les vamos a agradecer subir nuestro budget a algo que da vergüenza incluso escribir. De ellos hemos aprendido que vivir con extraños solo tiene desventajas, y si son hombres más. 

Cinco meses después del primer colchón hinchable en casa de Dídac volvemos a recorrer las calles de Londres en busca de nuestro próximo nidito. Esta vez, sin embargo, hemos decidido dejarnos estafar por una agencia de ingleses y lidiar con nuestra única compañía. Y, puede -puede! - que en unos meses la familia crezca.

jueves, 28 de marzo de 2013

Fuga de cerebros.

Cuando de pequeños nos decían eso de "Cuando seas mayor comerás huevo" poca idea tenían nuestros padres de que el huevo esta vez tardaría un poco más en llegar. 

Como el vintage parece que vuelve a estar en auge y los setenta de moda otra vez, hace poco menos de medio año me uní al exilio masificado de mi generación, aquello que unos años atrás se empezó a dar a conocer como fuga de cerebros. Probablemente porque el término apareció a la par de la terrible película del mismo nombre, aún a día de hoy muchos se lo siguen tomando con el mismo pitorreo con el que recibían a una Amaia Salamanca haciendo de adolescente sabelotodo y un Mario Casas como cateto gafapasta. Tal vez en el futuro se hable de todo esto como de un nuevo tipo de expansión del territorio español o simplemente como la decadencia de lo que se pronosticó como una era dorada. 

Con compañeros y amigos desperdigados por medio mundo, establecí mi base en el tan anhelado Londres. Con los bolsillos llenos de nuevas esperanzas y un presupuesto de guerra, empezó lo que está siendo sin lugar a dudas la etapa más difícil y el invierno más largo de mi vida.