sábado, 27 de abril de 2013

Anatomía de una ciudad: el Soho


Samuel Johnson dijo una vez que cuando estás cansado de Londres estás cansado de la vida, pues hay en Londres todo lo que la vida puede ofrecerte. Y si bien es cierto que el sol y la buena comida son lujos precarios, esta ciudad alberga todos y cada uno de nuestros deseos más recónditos.
En una ciudad con un flujo turístico constante y masificado durante los doce meses del año, parecería lo más obvio que el centro se encontrase conquistado por tropeles de turistas desorientados con sus respectivos mapas del revés, asustando así a los propios londinenses hacia otras aréas menos céntricas. Pero la realidad no puede ser más distinta. Más allá del furor fotográfico que despierta Picadilly Circus y sus míticos neones, el barrio del Soho se desenvuelve con facilidad acogiendo a la vez más ciudadanos que forasteros. Por mucho que los nuevos hipsters reivindiquen el lejano este de Shoreditch y Brick Lane como el nuevo centro vital y las clases altas no vean la necesidad de salir de Chelsea, a día de hoy no hay nada comparable al Soho.
Aunque sus inicios nunca fueron muy gloriosos, el Soho siempre se ha caracterizado por su atractivo cultural y alternativo. Lo que empezaron siendo unos campos salvajes pertenecientes a la corona, a mediados del siglo XVII fueron bastamente distribuídos entre un reducido grupo de nobles con pretensiones de hacer de esa enorme llanura un lugar de moda que estuviese al nivel de sus vecinos Bloomsbury, Marylebone y Mayfair. Muy a su pesar, el Soho nunca logró convertirse en hogar para la alta alcurnia, sino que atrajo primero a los hugonotes franceses - creando así lo que entonces se conocía como barrio francés - y más tarde, cuando ya no quedaban familias respetables en la zona, a prostitutas y artistas.
En mi opinión, lo que salvó al Soho de convertirse en una versión inglesa del bohemio y a la vez algo aíslado barrio de Montmartre parisino, fue el alcohol. En Londres, como en cualquier parte del globo, el alcohol atrae a las masas más que la miel a las moscas. Si a eso le añadimos el horario inglés y la perspectiva mediterránea, el Soho es el novamás. Con gente bebiendo desde primera hora de la mañana y borracheras a la hora de la merienda, el lugar podría fácilmente caer en la desgracia de convertirse en un habitual destino para alcohólicos. Por fortuna, el decoro británico - algo que nunca debemos perder de vista en este país - mantiene en un alegre orden las concurridas calles de este pequeño barrio nuclear.
Si bien es cierto que el Soho es caótico y desorganizado, su planta urbanística separa en cierto modo el ocio de la zona profesional. La larga Shafetsbury Avenue que conecta Picadilly Circus con la zona empresarial de Holborn sirve de meridiano entre ambas zonas. Al norte, con la agobiante Oxford Street como frontera, un entramado cuadricular de calles y plazas acogen cientos de empresas y pequeñas cafeterías. Entre las primeras, abundan productoras y casas de postproducción de cualquier tipo de medio audiovisual. La crème de la crème del cine y la televisión británica se edita en esta cuadrícula de fachadas aviejadas que esconden en sus sótanos las tecnologías más punteras. Mientras que algunas majors americanas como Paramount o Universal se alzan imperiosas en modernos edificios de cristal, otras más atrevidas como Warner Bros o 20th Century Fox se acomodan en el centro del meollo que envuelve Soho Square y alrededores. En el Soho hay lugar para todo y para todos los gustos.
Dejando de lado el par de clubs nocturnos y el ajetreo etílico de las calles paralelas a Shafetsbury Avenue, el norte del Soho es el destino perfecto para todo aquél amante de los cafés con encanto. Y es que si bien es cierto que la capital inglesa está inundada de cadenas de comida y bebida rápida - lejos queda el monopolio de Starbucks y los berrinches de las pequeños cafés - el público es tan numeroso y diverso que apenas existe competencia directa entre gigantes y locales. Por otro lado, dicha afluencia y extensión urbana facilita la creación de franquicias entre pequeñas cafeterías y restaurantes, por lo que es habitual encontrarse con una diminuta tetería en una esquina del Soho cuya hermana gemela se encuentra a seis paradas de metro bajo un escenario totalmente distinto. Ello, sin embargo, no quita el encanto ni a la primera ni a la segunda, sino que transmite una cierta sensación de familiaridad en una ciudad enorme que cada día se asemeja más a un campo de batalla. Asimismo, Berwick St, Wardour St, Dean St y la popular Brewer St son destinos seguros para encontrar un pequeño rincón donde sentarse a tomar un café y un pedazo de tarta.
Al sur de Shafetsbury se despliega primero Chinatown, una anécdota de cuatro calles y media y un par de libras para un dumpling, y seguidamente el desenfreno insómnico del West End. Si Broadway es la capital mundial de los musicales, el West End es su equivalente europeo. Con musicales míticos de más de veinte años y teatros para la pequeña y grande audiencia, no hay lugar artístico en Londres que pueda compararse a la telaraña de callejuelas laberínticas, grandes teatros antiguos y diminutas salas independientes que conforman el pulmón británico.
En la retaguardia de todo el jaleo, recogido tras una muralla de calles algo más tranquilas y comercios de más selecto bolsillo, se encuentra la plaza y mercado de Covent Garden. Lo que en su origen fuera el foro del asentamiento romano de Londinium, hoy en día conserva su fisonomía de plaza porticada centro de la vida de la urbe y, fiel a su función inicial, acoge cada día artistas, espectáculos, comercios y restaurantes varios. Covent Garden es el destino lógico e instintivo de cualquier paseo, el punto de encuentro de todo aquél que haya salido de la tediosa y cansina adolescencia británica y el lugar perfecto para ir en los días insípidos. También es, en muchos casos, el punto y a parte antes de un nuevo día.

miércoles, 3 de abril de 2013

El techo



En el inglés bárbaro se denomina como flathunting a la acción de buscar piso. Lo que puede parecer una exageración del lenguaje, una licencia poética de un idioma que no hace más que retorcerse y reconjugarse con el fin de parecer selecto, termina siendo en este caso un agudo eufemismo para esconder la feroz batalla campal que resulta buscar piso en Londres.

En una ciudad en la que el porcentaje de extranjeros duplica a la de nativos, la frontera entre la legalidad y el 'libre mercado' - o el libre albedrío - se encuentran en perfecta armonía. La legalidad no existe. O podríase decir que existe del mismo modo que existen los hombres en un típico hogar. 

De mi primera habitación en la capital aprendí que los indios no son de fiar. De mi segunda, que los coreanos tampoco. Y aunque la tercera aún no está confirmada  todo apunta a que los ingleses tampoco van a ser mucho mejor. 

Nada más aterrizar, Dídac nos acogió en su minúsculo piso de Dalston, al este de Londres. Un par de días parece ser la media de tiempo de cualquier inglés para encontrar habitación en la capital, aunque en nuestro caso fue el tiempo que tardamos en ser estafadas por un aparentemente simpático matrimonio indio. Tras visitar inmundos zulos, rastrear barrios de los que desconocíamos su grado de seguridad y acudir a un equivalente de fiesta de solterones desesperados pero en pisos - eventos de una noche en los que se junta gente que ofrece y busca habitación con post-its pegados al pecho publicitando sus encantos - Mrs J. apareció en nuestra ayuda. Nos encontrábamos refugiándonos de la lluvia en un porche de una calle de Kensington cuando el móbil sonó por enésima vez en aquel día. Esta vez la visita era en una de las mansiones (un término que pierde todo su carácter romantico cuando vives en Londres) del céntrico y práctico barrio de Bloomsbury. Fue allí dónde nos presentaron la arquitectura interior de los pisos compartidos: habitaciones + cocina + baño. Y es que lo que se conoce como living room es algo reservado para los ricos que pueden permitirse ese extra de espacio vital. A pesar del precio, ya bastante elevado, del anuncio, cualquiera de las habitaciones disponibles excedía nuestro utópico presupuesto de 600 libras mensuales por una habitación. La india, sin embargo, disponía de otro piso un poco más allá. Un poco más allá resultaron ser 4 o 5 paradas de bus; esta vez nada de mansiones sino una simple vivienda de lo que en España se conocería como protección oficial, sin por supuesto nada de living room. La broma nos salió por £850 al mes, el alquiler más barato y más corto hasta la fecha. En el piso patera vivíamos oficialmente siete supervivientes: un par de chiquillas italianas que se pasaban el día bebiendo café, durmiendo y cocinando pastel de patata; una pareja inglesa que nos daba las noches con su sexo duro y sus peleas alcohólicas y la alemana de la habitación de al lado cuyo contrato debía incluir una cláusula que le permitía convertir el piso en un hostal para media Alemania de viernes a lunes. Nuestro alquiler era el más bajo. 

A pesar de la privilegiada situación del piso - 15/20 minutos del mismísimo centro de Covent Garden -, cuando al cabo de un mes logramos encontrar un trabajo de jornada completa que sufragase la carísima vida londinense nuestro céntrico barrio se convirtió en un enjambre de calles lúgubres, solitarias y pobremente iluminadas, poco recomendable para el trabajador que llega a casa a las 11/12 de la noche cada día. Al cabo de un mes de carreras matinales para coger la ducha, guardias delante del baño, turnos para la cocina e infinitos desayunos y cenas en la cama de la habitación, decidimos salir de ese piso por patas. Por motivos diversos, dicha salida fue larga y tediosa. Al cabo de 25 días, nuestra amable landlady nos transfirió la fianza de vuelta, un mes más tarde de lo que nos había prometido y 3 días antes del plazo máximo que estipulaba el contrato. 

Como al fin y al cabo no nos habíamos ahogado pagando ₤850 por una habitacion de mierda y dado que yo había ya desarrollado un agudo miedo a la noche londinense, la siguiente habitación la encontramos en un barrio adinerado al oeste de la ciudad. Esta vez tiramos la casa por la ventana y subimos a 910. Siguiendo el patrón de no living room tuvimos la suerte de alquilar el propio living room! La primera noche en la parte alta supo a gloria, en parte debido al cansancio de un traslado de cuatro viajes de metrobus unido a la celebración de fin de año. 


A los dos días, sin embargo, surgieron algunos peros, de los cuales el que en un primer momento hizo que cundiese un pánico absoluto fue la ausencia de un cerrojo en la puerta. No es que el piso no tenga cerrojo, pues para entrar necesitas una llave, pero gires hacia donde gires la puerta sólo se abre. La segunda vuelta de seguridad no existe. Reticentes a los consejos de calma de nuestros compañeros de piso, nos obstinamos en guardar todos los objetos con la manzanita en lugares super secretos y nada previsibles hasta que dos semanas más tarde entendimos que en Maida Vale no existen cerrojos porque simplemente no existe el concepto de peligro. 

Aún así, la mansión es tan vieja como el propio término y su encanto termina cuando dejas de ver la fachada. La realidad no es mucho más distinta que aquella de un piso viejo del Eixample: ventanas que no cierran bien, corrientes de aire, baño mugriento, capas de pintura del siglo pasado y un sinfín de incordios vintage. A pesar de todo, sobrevivimos a las nieves de enero con un calentador y un extractor roto y unos compañeros de piso que tenían la tendencia de abrir todas las ventanas después de cada 
ducha y comida.

Ah, los compañeros de piso! A ellos les vamos a agradecer subir nuestro budget a algo que da vergüenza incluso escribir. De ellos hemos aprendido que vivir con extraños solo tiene desventajas, y si son hombres más. 

Cinco meses después del primer colchón hinchable en casa de Dídac volvemos a recorrer las calles de Londres en busca de nuestro próximo nidito. Esta vez, sin embargo, hemos decidido dejarnos estafar por una agencia de ingleses y lidiar con nuestra única compañía. Y, puede -puede! - que en unos meses la familia crezca.