Samuel Johnson dijo una vez que cuando estás cansado de Londres estás cansado de la vida, pues hay en Londres todo lo que la vida puede ofrecerte. Y si bien es cierto que el sol y la buena comida son lujos precarios,
esta ciudad alberga todos y cada uno de nuestros deseos más recónditos.
En una ciudad con un flujo turístico constante y masificado durante los doce meses del año, parecería lo más
obvio que el centro se encontrase conquistado por tropeles de turistas desorientados con sus respectivos mapas
del revés, asustando así a los propios londinenses hacia otras aréas menos céntricas. Pero la realidad no puede
ser más distinta. Más allá del furor fotográfico que despierta Picadilly Circus y sus míticos neones, el barrio del
Soho se desenvuelve con facilidad acogiendo a la vez más ciudadanos que forasteros. Por mucho que los nuevos
hipsters reivindiquen el lejano este de Shoreditch y Brick Lane como el nuevo centro vital y las clases altas no
vean la necesidad de salir de Chelsea, a día de hoy no hay nada comparable al Soho.
Aunque sus inicios nunca fueron muy gloriosos, el Soho siempre se ha caracterizado por su atractivo cultural y alternativo. Lo que empezaron siendo unos campos salvajes pertenecientes a la corona, a mediados del
siglo XVII fueron bastamente distribuídos entre un reducido grupo de nobles con pretensiones de hacer de esa
enorme llanura un lugar de moda que estuviese al nivel de sus vecinos Bloomsbury, Marylebone y Mayfair. Muy a
su pesar, el Soho nunca logró convertirse en hogar para la alta alcurnia, sino que atrajo primero a los hugonotes
franceses - creando así lo que entonces se conocía como barrio francés - y más tarde, cuando ya no quedaban
familias respetables en la zona, a prostitutas y artistas.
En mi opinión, lo que salvó al Soho de convertirse en una versión inglesa del bohemio y a la vez algo aíslado
barrio de Montmartre parisino, fue el alcohol. En Londres, como en cualquier parte del globo, el alcohol
atrae a las masas más que la miel a las moscas. Si a eso le añadimos el horario inglés y la perspectiva
mediterránea, el Soho es el novamás. Con gente bebiendo desde primera hora de la mañana y borracheras a la
hora de la merienda, el lugar podría fácilmente caer en la desgracia de convertirse en un habitual destino para
alcohólicos. Por fortuna, el decoro británico - algo que nunca debemos perder de vista en este país - mantiene en
un alegre orden las concurridas calles de este pequeño barrio nuclear.
Si bien es cierto que el Soho es caótico y desorganizado, su planta urbanística separa en cierto modo el ocio de la
zona profesional. La larga Shafetsbury Avenue que conecta Picadilly Circus con la zona empresarial de Holborn
sirve de meridiano entre ambas zonas. Al norte, con la agobiante Oxford Street como frontera, un entramado
cuadricular de calles y plazas acogen cientos de empresas y pequeñas cafeterías. Entre las primeras, abundan
productoras y casas de postproducción de cualquier tipo de medio audiovisual. La crème de la crème del cine y la
televisión británica se edita en esta cuadrícula de fachadas aviejadas que esconden en sus sótanos las tecnologías más
punteras. Mientras que algunas majors americanas como Paramount o Universal se alzan imperiosas en
modernos edificios de cristal, otras más atrevidas como Warner Bros o 20th Century Fox se acomodan en el
centro del meollo que envuelve Soho Square y alrededores. En el Soho hay lugar para todo y para todos los
gustos.
Dejando de lado el par de clubs nocturnos y el ajetreo etílico de las calles paralelas a Shafetsbury Avenue, el
norte del Soho es el destino perfecto para todo aquél amante de los cafés con encanto. Y es que si bien es
cierto que la capital inglesa está inundada de cadenas de comida y bebida rápida - lejos queda el monopolio de
Starbucks y los berrinches de las pequeños cafés - el público es tan numeroso y diverso que apenas existe
competencia directa entre gigantes y locales. Por otro lado, dicha afluencia y extensión urbana facilita
la creación de franquicias entre pequeñas cafeterías y restaurantes, por lo que es habitual encontrarse con una
diminuta tetería en una esquina del Soho cuya hermana gemela se encuentra a seis paradas de metro bajo un
escenario totalmente distinto. Ello, sin embargo, no quita el encanto ni a la primera ni a la segunda, sino que transmite una
cierta sensación de familiaridad en una ciudad enorme que cada día se asemeja más a un campo de batalla.
Asimismo, Berwick St, Wardour St, Dean St y la popular Brewer St son destinos seguros para encontrar un
pequeño rincón donde sentarse a tomar un café y un pedazo de tarta.
Al sur de Shafetsbury se despliega primero Chinatown, una anécdota de cuatro calles y media y un par de libras
para un dumpling, y seguidamente el desenfreno insómnico del West End. Si Broadway es la capital mundial de
los musicales, el West End es su equivalente europeo. Con musicales míticos de más de veinte años y teatros para
la pequeña y grande audiencia, no hay lugar artístico en Londres que pueda compararse a la telaraña de
callejuelas laberínticas, grandes teatros antiguos y diminutas salas independientes que conforman el pulmón
británico.
En la retaguardia de todo el jaleo, recogido tras una muralla de calles algo más tranquilas y comercios de más
selecto bolsillo, se encuentra la plaza y mercado de Covent Garden. Lo que en su origen fuera el foro del
asentamiento romano de Londinium, hoy en día conserva su fisonomía de plaza porticada centro de la vida de la
urbe y, fiel a su función inicial, acoge cada día artistas, espectáculos, comercios y restaurantes varios.
Covent Garden es el destino lógico e instintivo de cualquier paseo, el punto de encuentro de todo aquél que haya
salido de la tediosa y cansina adolescencia británica y el lugar perfecto para ir en los días insípidos. También es,
en muchos casos, el punto y a parte antes de un nuevo día.