Hace cosa de un mes la suerte se puso por fin de mi lado
concediéndome un glorioso despido de ese gratificante trabajo de dependienta
que tanto esfuerzo me había costado encontrar. Llegó así como de la nada, sin
aviso previo. De echo, sin ni siquiera una mísera (y legal) notificación
escrita. Cosas de ingleses, ya sabemos todos. Ese delicioso capítulo, sin
embargo, lo dejo en reposo hasta el momento oportuno. Lo único relevante es que
de un plumazo me cayeron una semana de vacaciones y un sueldo de finiquito. Que
se dice pronto.
Como muy astutamente entonan muchos guiones baratos de película
de sábado tarde, cuando una puerta se cierra otra se abre. En mi caso, tuvo
lugar un feliz y a la vez trágico desenlace. Se me cerraron las puertas al
universo del bótox, las nannies y las conversaciones sobre silicona y se plantó
por fin sobre la mesa el debate 'volvamos de una vez
Zuriñe que estoy harta de tanta mariconada inglesa'. Por una vez en ocho meses,
después de suplicarle, llorarle y gritarle a mi adorada mujer que volviésemos a
mi preciosa ciudad natal, por fin se quedó sin argumentos para quedarnos e izó
la bandera blanca. Volvíamos a casa, al fin! Dejamos de buscar piso en Londres
(ese hobbie que ya habíamos adoptado como parte de nuestras vidas) y nos
lanzamos a la caza de un piso en el idílico Eixample de nuestros días de
juventud. Aunque con una sensación agridulce de pensar en el ansiado retorno y
a la vez en las ilusiones perdidas, el recuerdo de las ultimas navidades, solas
y recién llegadas a una ciudad que ya nos odiaba, podía con cualquier resto de
duda. Hasta que a la muy bruja se le ocurrió mencionar EL tema. Oh, que
calculado y malintencionado fue ese movimiento. El tema se resumió en cinco
rotundas palabras: Si volvemos no hay perro. NO! Se me partió el alma en ese
momento. Mi perro! Señor Pimms; Pimms para los amigos. Nuestro Westie blanco
peludito y gordito. Un año antes, mi madre había flaqueado ante mis suplicas
pero mi terminante marcha al lejano islote la aferraron a un no matriarcal. Si
te vas no hay perro. Pero Suriñe nació prácticamente ayer y aunque no pare de
darme largas, el perro ya era un hecho. It is happening my dear!
Como una es orgullosa de mena, como dicen en mi tierra, lo
arreglé por aquí y por allá y le solté: "Ya hemos pagado el alquiler de este
mes. Si en este tiempo no encuentro nada, nos volvemos a casa". "Vale", me dijo. "Pero me tomo una semana de vacaciones", apunté. Hacía un tiempo que había
estado trabajando intensamente siete días a la semana, con lo que mi bartola
estaba más que justificada. Al tercer día me llamaron de una casa de
post-produccion con la que había contactado hacía unas semanas para una
entrevista de trabajo al día siguiente. A los dos días me cogieron. Allí
se me cerró la puerta a mi repatriacion y miraculosamente se abrió la compuerta
a la Media Industry, esa oportunidad que sólo los muy locos sueñan tener.
Zuriñe se alegró por mí y yo me alegré por el perro.
Sin embargo, mi puesto de runner (algo que en España no tendría
cabida porque no hay dinero para pagar a alguien que te haga el café)
venía acompañado de una camiseta con el eslogan de la empresa y un sueldo
mínimo a cobrar el mes siguiente del mes trabajado. A fecha de hoy, viene
además con un sinfín de turnos de noche y un 'taxi' con conductor privado
después de las doce. Como cenicienta pero sin zapatos de brillantes. Una de cal
y una de arena, lo que sea que signifique cada una de ellas. Una cosa si estaba
clara, un hogar con dos sueldos mínimos iba a ser un manotazo en toda la cara.
Si le añadimos el asfixiante sistema de fichar a la entrada y a la salida, eso
se traduce en un hábito compulsivo de hacer horas extras por doquier.
Todo apuntaba a que mi nuevo trabajo me iba a hacer sudar más
que mi anterior vida de esclava. A las subidas y bajadas de mil tramos de
escaleras, ahora le añadía correr por todo el West End (o Soho) cargada de
bolsas de comida, cintas betacams y quién sabe qué más tesoros. En mi última
visita a Barcelona mi madre me recibió con un "Pareces el espíritu de la golosina" y mi hermoso padre me soltó muy tiernamente: "Niña a ver
si haces un poco de deporte que te estas quedando en los huesos y al final todo
cae". En su momento le espeté alguna grosería merecida, pero al poco de
volver a Londres empezó el verano de verdad, el de las camisetas de tirantes y
las faldas cortas, y cómo toda mujer amplió mi tiempo de exposición delante del
espejo. Con Suri por detrás como mosca cojonera - "te estás quedando en
los huesos blablalíblablablá" y la abrumadora publicidad deportiva
para focas inglesas, acabé cediendo como una ratilla asustada. Tengo que
admitir que lo de comprarse una colchoneta y hacer pilates en casa duró mes y
medio y lo de salir a correr lo que una tarde de sol en Londres. Y no es por
ser paranoica, pero a la que una se despista el colgajo del brazo pasa a ser
algo natural y cuando quieres tener hijos te dicen que hace años deberías haber
empezado a trabajar el dichoso suelo pélvico. Lo cierto, vamos a ser francos,
es que hacía meses - ocho exactamente - que echaba horrores de menos mi
gimnasio. En mis buenos tiempos de hija adorada, mi padre me sustentaba los
costes de mi querido DiR Diagonal, probablemente el sitio en el que durante
años pasé más tiempo después de la universidad. Solía ir cada tarde, a eso de
las siete, y asfixiar mi cuerpo a base de clases de Spinning, Step y Aerobic.
Para desahogar todas esas tensiones que por ese entonces no tenía.
Al empezar mi nuevo trabajo descubrí que la mitad de mis
compañeros estaban apuntados a la moda barata del momento, el EasyGym, el
último invento de la popular aerolínea low cost. En resumidas cuentas, 20
libras mensuales para un acceso ilimitado a una imperial sala de máquinas de
última generación justo en el medio de Oxford Street. O, lo que viene a ser lo
mismo, a cuatro calles de mi trabajo. Sin costes de inscripción ni permanencia
alguna. En contexto Español puede parecer una oferta cualquiera, pero en
términos ingleses es un big deal. En Londres, un gimnasio medio (osea
cutre) cuesta 50 libras al mes, con una matrícula superior a la mensualidad y
otros costes adicionales de risa.
Entrar al EasyGym el primer día fue un molesto flashback a un
vuelo con Ryanair. Salí de casa cargada con todo el instrumental, algo que en
Barcelona se reducía a una taquilla con los esenciales, una toalla de cortesía
y un cómodo equipaje de bolso con la ropa necesaria. Al llegar, la primera en
toda la cara. El dichoso candado. 3.50 libras en la máquina de la entrada, un
precio que no quise ni pude pagar por falta de líquido (lo mejor para ahorrar
es no llevar suelto encima). Me volví a casa reorganizando el día y regresé al
gimnasio tres horas más tarde con uno de los mil candados que tenemos por casa.
El lugar era mucho más agradable y profesional de lo que me esperaba, aunque el
vestuario me recordó a las duchas austeras de los baños termales franceses.
Paredes de hormigón, unos cuantos bancos aquí y allí y taquillas amplias. Por
no tener, la ducha no tenía ni presión. Por supuesto, nada de toallas, jabón,
secamanos, secador, espejitos, fuente y demás mariconadas. En el segundo
intento de mi primer día iba preparada para casi todo. Como no podía ser menos,
me dejé las braguitas de recambio y llegaba justa de tiempo al trabajo. Pero
que no cunda el pánico! Algo bueno tenía que tener un gimnasio en la calle
comercial, no? Pues ni así. En Barcelona, sales y te compras unas bragas en el
primer Women'secret, Oysho, Intimissimi, Punto Blanco, Sphera o lo que sea.
Hasta al de los helados le podrías sacar unas bragas. Pero esta dichosa ciudad
sólo entiende de comida. Existen mil cadenas de basura, pero algo tan esencial
como la ropa interior lo esconden como pervertidos que son. Hasta la fecha sólo
he visto una cadena de underwear y me da tanta vergüenza entrar en ese burdel
de furcias y sedas de color fucsia que siempre miro hacio el otro lado cuando
paso por delante. Acabé entrando de mala gana a Tezenis - una cadena italiana
que en Barcelona es de básicos y en Londres de leopardos y puntillas - en la que
pagué tres libras por algo que me sacase del paso.
Sobreviví al primer día como también lo hice al segundo. Y éste
ultimo tuvo más mérito. Me dejé nada más y nada menos que la toalla y toda mi
ropa junta a duras penas llegaba al metro de tela. Estrenaba muy orgullosa unos
micro shorts de licra que me costaron una pequeña fortuna en GAP y que conjunté
con un top de mis días buenos y una camisetilla de tirantes de licra. El momento de pánico llegó a medio paseo en bici. Mierda,
la toalla! El monigote del corazón se aceleró en la pantalla de la estática.
Pero seré tonta! Justo ese día había salido de casa con la camiseta del trabajo
puesta, así que nada de utilizar la ropa de calle como salvación. Me miré
patéticamente el outfit. Allí había mas carne que tela negra. Te lo mereces por
guarrilla, escuché dentro de mí. Tampoco podía no ducharme y, para mas inri, el
pelo asqueroso que me se había quedado tenía que pasar por el chorro
imperativamente. De perdidos al río, pensé. Me bajé de la bici, me subí a la
cinta de correr mas aislada y me puse a glutear como una loca. Una vez roja y
sudorosa, me dirigí al escueto vestuario en el que me esperaba de todo menos
una toalla. A rastras por el pasillo, las máquinas naranjas de la compañía con
sus tres filas de toallitas dobladas en tamaño sobre me lanzaron sendas
carcajadas de burla.
Como no podía ser de otro modo, el minúsculo cambiador,
habitualmente vacío, estaba habitado por un par más de mujeres de cara seria.
Mi vergüenza puede con dos inglesas, pensé antes de meterme en la ducha. Por si
acaso, metí conmigo mi escaso metro de ropa. Una vez limpia, apagué el grifo y
me encaré con mis únicas herramientas de auxilio. La voz pragmática de mi madre
resonó en mi cabeza “La licra es un material super absorbente”. Allá vamos
pues. Até el medio metro de pelo en lo alto de mi cabeza con una pinza que
casualmente alguien se había dejado en la ducha y doblé la parte limpia de mis
braguitas en forma de esponja con la que me sacudí todo el extra de agua como
quien peina un caballo. La siguiente víctima fue la camisetilla de tirantes,
hecha ahora un trapo con el que fui secando como buenamente pude mi metro
sesenta y dos. Eres patética, me soltó mi cerebro. “Que te calles, los romanos
lo hacían así y tan contentos”, le espeté. Ya casi estábamos. Tan sólo quedaba
una ligera cada de humedad. Cogí con toda la pena de mi corazón mis shorts de
GAP nuevos y los doblé en otro trapito, esta vez más grueso. Se notaba la
calidad. Ni un túnel de lavado lo habría hecho mejor. El pelo lo dejo para
cuando salga de la ducha, pensé. Y justo cerrar la puertecilla detrás de mí, me
arrepentí de mi acto de valentía. Cinco mujeres se habían apelotonado en los
dos metros de cambiador, todas ellas cubiertas con sus respectivas toallas. Fue
un momento de pánico comparable al del miedo escénico, aunque esta vez, claro, era yo la que estaba literalmente desnuda ante el público. Abrí con cierto
apuro mi taquilla y me cubrí rápidamente con el conjunto de ropa interior.
“Cuando se vayan, saco los shorts y me seco el pelo”. Y ahí me quedé, sentada
como una tonta en el banquito durante cinco minutos esperando a que las mujeres despejasen. Cuando me quedé sola, arranqué la pinza y me sacudí fuertemente el
pelo con los pantaloncillos recién estrenados. Cinco minutos más tarde, salía por
la puerta del gimnasio con toda la dignidad del mundo como si me acabase de
lavar con jabón de Channel.
Cinco semanas después del reencuentro con mis viejas amigas las agujetas, vuelvo a acariciar la idea del pilates y los abdominales caseros. Por fortuna, nuestra última mudanza al San Ildefonso inglés descarta cualquier antojo de salir a correr por el barrio.